Toda una vida en la cárcel - iStockphoto/Getty Images

Por: Laura Julia Fontenelle (Nivel B1)

En 2020, un grupo de jóvenes de entre 17 y 21 años asesinó a golpes y patadas a Fernando Báez Sosa, otro adolescente, a la salida de una discoteca en un tranquilo balneario de la costa de Buenos Aires. Todos ellos eran turistas y estaban pasando unos días de vacaciones con sus respectivos grupos de amigos. Lo que debía resultar una experiencia de alegría y unión, terminó en tragedia.

Fernando tenía solo 18 años y era el hijo único de una pareja de inmigrantes paraguayos de origen humilde radicados en Argentina. Por otro lado, sus asesinos también eran adolescentes, pero con orígenes diferentes. En su mayoría, eran hijos de personas reconocidas en su localidad, jugadores de rugby y pertenecientes a familias de alto nivel adquisitivo. Motivo del brutal crimen: una discusión de poca importancia que había ocurrido dentro del local bailable, Fernando tropezó con uno de los jóvenes y se derramó un poco de bebida en la camisa de los rugbiers. Tras algunos insultos y empujones dentro de la discoteca, todos fueron expulsados del lugar por personal de seguridad y fue en la avenida central, a la vista de muchos otros adolescentes y filmados por cámaras de vigilancia, que se produjo la golpiza mortal. Vale aclarar que el grupo de rugbiers ya tenía antecedentes de peleas grupales en las discotecas y acoso a otros jóvenes, con componentes racistas y clasistas.

El crimen cobró relevancia, tanto a nivel nacional como internacional, por la difusión de las imágenes en redes sociales y por la violenta naturaleza del suceso. ​Fue el asesinato más filmado en la historia criminal argentina. Un mes después, se realizó una gran marcha a nivel nacional con epicentro en el Congreso de la Nación Argentina, para repudiar el asesinato de Fernando y pedir justicia por su caso.

Luego de un largo proceso judicial que mantuvo en vilo a Argentina, la sentencia se conoció a principios de 2023. Cinco de los ocho jóvenes fueron condenados a cadena perpetua por los delitos de homicidio doblemente agravado, los otros tres recibieron 15 años de prisión por ser considerados partícipes secundarios.
Pocas veces la población esperó tan ansiosa la lectura de un fallo judicial, gran parte de la sociedad exigía una pena ejemplificadora. Sin embargo, intelectuales, especialistas en materia judicial y algunas organizaciones abrieron el debate sobre las condenas perpetuas, cuál es su poder de alcance, principalmente entendiendo que los condenados ingresaron a la prisión siendo adolescentes/jóvenes y pasarán el resto de sus vidas ahí.

En relación con este y otros casos similares, entendemos que las condenas, a pesar de su carácter retributivo, deberían mirar más la resocialización y no convertirse en una especie de venganza a través de la justicia. Tampoco debería haber una función ejemplificadora.

La pena de muerte y la prisión perpetua son adoptadas en algunos países y en ciertos estados norteamericanos, pero aún no se observa una reducción significativa de la criminalidad en estos lugares. Esto podría comprobar que la función ejemplificadora ha fallado, sin olvidar que estos tipos de puniciones se ubican lejos de los Derechos Humanos, ofreciendo a los individuos que son sentenciados una muerte en vida.

Estas puniciones generan individuos improductivos para la sociedad y que representan altos gastos para el Estado. En caso de jóvenes, ese perjuicio aumenta, sin considerar que probablemente, viviendo una vida en prisión, tienen pocas chances de ser resocializados. ¿Alguien gana en estos casos? ¿Qué sociedad queremos para nosotros y para nuestros descendientes? ¿Es posible pensar un sistema que pene y al mismo tiempo otorgue herramientas para mejorar? ¿Necesitamos endurecer las penas o intensificar el trabajo para combatir el racismo, el clasismo y otras expresiones violentas de nuestra sociedad? ¿Cuál es el papel de la educación en este escenario? Este y otros interrogantes se hacen necesarios y nos invitan a todas y todos a reflexionar.

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